miércoles, 14 de noviembre de 2012

Los que hemos nacido junto al mar no hay quien nos mueva de aquí


Ya que Maria Sentandreu, propietaria de este blog y gran amiga, me da la oportunidad de participar en el mismo, creo que lo haré describiendo en esta primera ocasión, una parte de mi ciudad de la que me siento enamorada. Todo tiene un comienzo y mi ciudad lo tuvo en un rincón privilegiado. Rodeado por las lagunas de sal y el mar se encuentra Torrelamata. Desearía poder trasmitir en estas líneas cual es la cuna de donde nace mi ciudad Torrevieja.

Comenzaré diciendo que se puede estar viviendo en cualquier zona del globo terráqueo, pero aquel que ha visto como despierta el sol del amanecer en el horizonte elevándose lentamente frente a este pueblo, origen de toda una ciudad, no puede por menos que desear acabar sus días en Torrelamata, rincón del Levante con sabor a mar. 

Y ese sol traicionero y solemne que a la hora nona se clava en el dintel de la iglesia, es el mismo que durante siglos ha sabido dar color a un fruto sustancioso, la uva de esta tierra. La que suscribe sientes alguna vez remordimientos de haber dibujado con la palabra, una Torrelamata que tal vez no exista.

Aunque creo que todos los que escribimos llegamos a inventar los lugares mientras trasformamos a los personajes. En cambio Torrelamata es un objeto literario que cobra realidad en sus gentes y su aroma. Y como dijo Serrat “¿qué le voy a hacer, si yo, nací en el Mediterráneo?”.

Intento perfilar los contornos de este lugar, mencionando literariamente al pueblo, que quizás invento en cada línea. Pero al menos será esa Torrelamata que todos pensamos cuando escribimos. La Torrelamata envuelta en el amor o desde la conformidad; o desde ambos a la vez. Pero olvidando la falsa resignación y sumisión a los atropellos del modernismo que nos adentra inexorablemente en la actualidad. Prefiero describir ese tiempo de belleza, donde el pequeño pueblo, de casas bajas, era el recuerdo de mejores y más tranquilas vivencias, era donde se resguardaba ese otro pueblo aclimatado a sus costumbres. Hoy Torrelamata a crecido como crecen los árboles, hacia lo alto, perfilando su silueta en la lejanía, extendiendo sus raíces hasta prolongarse por las lomas y las dunas, brotando aquí y allá la semilla de la construcción en forma de edificios tan altos como gigantescos árboles, mientras en las plazas crecen árboles tan elevados como pequeños edificios.

Desde el Molino del Agua, hasta la desembocadura del río Segura las construcciones se aproximan peligrosamente al mar, llegando en los últimos años, a mostrar calles donde un hervidero de forasteros, de tiendas, púb y cafetería; dan testimonio de esa influencia llegada del norte. Tanto asfalto llama a una nueva invasión. Tanto hormigón arrastra nuevas formas de construir el futuro, ocultando la conciencia de un pasado aún fresco. Lo cual es una realidad tangible 

Para descubrir los auténticos rasgos de este pueblo, no es suficiente el caminar por sus calles donde el aire no encuentra oponente y el sol no tiene secretos. Es imprescindible acercarse a esas casas bajas de color blanco pardusco, allí es donde se esconde tras los ventanales el más claro tipismo de un pueblo de labriegos, donde la espera, la dolorosa y resignada espera de un vivir monótono se adivina en el carácter de sus gentes. Un carácter que los lleva a  poseer un temperamento íntimo, genuino, capaz de asumir esa transformación del entorno que les viene dada como un juego, donde el turista invade incluso los lugares dedicados al pastoreo y la agricultura, transformado aún más (si eso es posible)  aquello de sentarse a la fresca, que hoy no es otra cosa que sentarse en la puerta de un local de moda, donde se sirven helados de sabores  impensables. 

Pero a Torrelamata el patrimonio inmaterial no se le puede arrebatar. Un patrimonio que se puede encontrar en la brisa de levante que se acerca presurosa a la costa, eso es inalterable. La luz de ese sol que tiene a este rincón como su hogar, eso es inalterable. El silencio que se siente al ver como la Virgen del Rosario atraviesa las puertas del templo; eso, gracias a Dios, es inalterable. El sabor salino de una tierra que vive de cara al mar,  con el sonido de las olas de fondo; eso también es inalterable. 

Queda mucho de aquel rincón que entre otras cosas fue y siguen siendo la esencia de Torrelamata. Y es que este rincón puede con todo lo que le eche. La capacidad de resistencia es grande. A pesar de todo lo que le hacen seguirá siendo el sueño de muchos. El reencuentro con el pueblo (hablo de esa mañana de Navidad, hablo del amanecer de la Fiesta de la Virgen del Rosario, de la verbena, ó del Jueves Santo) ese reencuentro con lo que permanece de la ciudad por mucho que cambie seguirá palpitando. Quizás esto de ser de Torrelamata sea una actitud ante el mundo, una forma de mirarlo… y porqué no decirlo, la grandeza de lo propio.

Encarna H. Torregrosa

domingo, 11 de noviembre de 2012

Fiesta de San Martín


Hoy he recordado cómo se celebraba la fiesta de San Martín en mi pueblo cuando era pequeña y he querido compartir con los lectores de “El salto de los delfines” este recuerdo feliz de mi infancia.

Cada 11 de noviembre el camino hacia la ermita se llenaba de gente alegre, con mochilas a la espalda o cestas colgadas del brazo, que caminaban con la ilusión de participar en la fiesta. La ermita estaba situada a unos dos kilómetros del pueblo, en mitad del campo, sólo se utilizaba para ocasiones especiales. Ese día se hacía una misa en honor al santo y el cura siempre contaba la misma historia. San Martín se hizo famoso porque un día de invierno iba cabalgando envuelto en su amplio manto de guardia imperial, entonces encontró en el camino a un pobre a medio vestir que tiritaba de frío. Martín no llevaba nada más para regalarle, así que sacó la espada, dividió en dos partes su manto y le dio la mitad al pobre. Esa noche vio en sueños que Jesucristo se le presentaba vestido con el medio manto que le ofreció al pobre y oyó que le decía: "Martín, hoy me cubriste con tu manto".

Sin embargo, existía un ritual gastronómico que me hacía mucha ilusión. Mi abuela se encargaba de mantener la tradición de comprar las llamadas “coques de San Martí”, una coca fina con frutos secos y azúcar por encima que  preparaban en las panaderías con motivo de la festividad. Al final de la misa todo el mundo sacaba sus cocas y el cura las bendecía. La gente decía que estaban más buenas y que daba buena suerte. Era un día para estar en el campo y mucha gente se quedaba a comer por los alrededores. Los niños recibían una bolsa de caramelos, buscaban un rincón agradable para sentarse sobre la hierba y se comían un bocadillo o su coca de San Martín.

Aunque había un momento especial, aquel instante en el que todos cantaban al unísono el himno popular que explicaba las costumbres establecidas para ese día. Mientras duraba la canción, cada uno se convertía en cómplice de una alegría compartida y se sentía parte de un pueblo “chiquitín” de la comarca de la Vall d’Albaida. La letra decía:



Quatretonda hoy celebra
la fiesta de San Martín
y de campo nos marchamos
todo el pueblo chiquitín. (BIS)

Siguiendo costumbre sana
y arraigada tradición
salimos esta mañana
con la más grande ilusión
hacia la ermita cercana
entonando entonando esta canción
que es grito de fe lozana
de amor que sale sale del corazón.

De vacaciones hoy gozamos
y felices nos sentimos
hoy por los montes saltamos
y con gusto nos reímos
auras frescas respiramos
aire puro de los pinos
sobre el césped nos sentamos
y un buen yantar ingerimos.


Felicidades si tu nombre es Martín!


Maria Sentandreu