Aceptar la muerte de un ser querido es un trance difícil,
porque implica la fractura de un vínculo especial con una persona que fue
importante en nuestra vida. Cuando un ser querido se nos va sentimos un vacío
inmenso a nuestro alrededor, casi como una amputación de algo invisible e
intangible en lo más profundo del alma. No es fácil asimilar que esa persona ya
no está, ya no existe, ya no volverá a sentarse a tu lado ni hablará con cariño
para ti. Sin embargo, debemos centrarnos en lo que hemos tenido y no lamentarnos
por lo que hemos perdido. ¿Qué hemos ganado con esa amistad? ¿Qué hemos
aprendido? ¿Qué huellas ha marcado esa persona en nuestro corazón? Nadie debe
olvidar que cuando la aventura de una vida llega a su fin, a los demás todavía
les quedan los recuerdos.
Mi abuelo Miguel nació el 16 de enero de 1927, vivió la
guerra civil española en primera persona, sintió el peligro de la segunda
guerra mundial a través de la radio, fue testigo del cambio del siglo XX al XXI
y comprobó cómo la tecnología mejoraba su calidad de vida, dedicó gran parte de
su tiempo a la agricultura y encontró consuelo en la pasión por los animales.
No le gustaba mucho leer, pero se le daban bien los números y cuando era
pequeño se entusiasmaba cada vez que el maestro le ponía un problema para
resolver. Se casó con mi abuela Isabelita y tuvieron cuatro hijos que eran su
mayor satisfacción. Vivió grandes alegrías y afrontó momentos difíciles, como
cualquiera, pero a pesar de todo fue un hombre feliz.
Mi abuelo y yo mantuvimos una relación especial durante los
últimos seis o siete años. Todo empezó con un trabajo de la universidad que
consistía en redactar la historia de vida de alguien que tuviera más de 70
años, no dudé ni un solo instante. Elegí a mi abuelo porque siempre me ha
gustado escuchar sus historias, pues mi abuelo era un mago de la palabra,
contaba las cosas con pasión y te hacía sentir la magia de aquello que expresaba.
Su voz era un abanico de matices que cambiaba de tono y de registro y de timbre
según las exigencias de cada historia. A él le gustaba mucho hablar, transmitir
sus conocimientos, y a mí me encantaba escuchar historias. Por eso nos
entendíamos, porque cada uno hacía su papel aportando lo que el otro precisaba
para el encuentro.
De repente mis visitas cobraron un sentido diferente, único,
especial. Me sentaba a su lado junto al fuego en invierno o frente al
ventilador en verano, encendía la grabadora y empezábamos nuestro particular
juego de preguntas y respuestas. Él me contó su vida, sus logros o metas
alcanzadas, sus penas y sus alegrías, los hechos más importantes de su
historia, las rutinas y la pasión por el campo o los animales, las costumbres
de su época, las anécdotas divertidas, las limitaciones y los momentos
difíciles. Él me contó su vida y yo aprendí a escuchar. Aquellas sesiones
tenían algo mágico, porque hablábamos en la intimidad, cara a cara, sin
intermediarios y entre ambos se forjaba una complicidad difícil de explicar con
palabras. Los dos lo pasábamos bien, reíamos, hablábamos y compartíamos
vivencias que ya eran recuerdos.
No obstante, siempre no hablábamos del pasado, a veces
interrumpíamos la historia y charlábamos sobre el presente, de su vejez, de mis
dudas, de mis miedos, de su batalla constante contra la enfermedad. Pero él
nunca perdía la sonrisa, luchaba cada mañana al despertar y trataba de
disfrutar cada instante, sin pensar demasiado en el futuro. Era consciente de
que su luz se estaba apagando y aun así no perdió el sentido del humor. Aprendí
que cuando uno quiere algo debe luchar, no rendirse jamás y trabajar en lo que se
ama para ser feliz. Aprendí que no vale la pena quejarse, que es mejor afrontar
cada situación con alegría y voluntad de superación.
Aprendí que a veces no hace falta regalar nada, porque el
mejor regalo es un pedazo de tu tiempo, un poco de afecto, cariño y
comprensión. Aprendí que en la vida hay personas que nos dan auténticas
lecciones de vida que marcan nuestro destino y aportan luz en el camino.
Aprendí a valorar la importancia de las pequeñas cosas y descubrí que la
felicidad está en el interior de cada uno, no en los acontecimientos que
suceden a nuestro alrededor. Aprendí que para ser feliz solo hace falta fijarse
en el lado bueno de las cosas y apartar a un lado la sombra del desencanto. Por
eso y mucho más creo que mi abuelo siempre vivirá en un rincón privilegiado de
mi corazón.
Maria Sentandreu